LiteNatura es la serie de artículos de Gabi Martínez en Altaïr Magazine. Un espacio abierto a textos literarios que cedan el protagonismo al territorio y la naturaleza.


 

Cuando me rasco la oreja con la pata trasera, Foster hace lo mismo, pero ha dejado de divertirme. Llevamos dos días juntos y este hombre se pasa el día imitándome. Lo peor es que fui yo el que empezó todo esto. Charles Foster ha publicado un libro que se titula Ser animal donde cuenta sus experiencias tratando de vivir como tejón, nutria, zorro, ciervo y vencejo. Esto significa que, durante una buena temporada, este hombretón casi calvo intentó ponerse en la piel de cada uno de esos animales. Parece que buscaba conectar de otro modo con su naturaleza más básica, o algo así. El caso es que pernoctó en tuberías, nadó en aguas heladas mucho más rato del aconsejable y hurgó en basureros olisqueando sobras humanas en busca de un buen bocado.

Viajé hasta ese arroyo que conecta con el río East Lyn, en Devon, para que alguna nutria me contara qué pensaba de semejante individuo y resulta que me encontré al propio Foster a cuatro patas orinando contra un árbol con una pierna levantada. Fue una sorpresa escucharle hablar lobo. Tanto hacer el animal al menos le había servido para desarrollar una sensibilidad distinta a muchos de sus congéneres, así que pudimos conversar en la frecuencia cánida.

 

—Estoy buscando nutrias —dije.

—Puedo contarte lo que quieras sobre ellas.

—Ya, ya. Pero me gustaría encontrar a una auténtica.

—¿Para qué?

—En realidad, para hablar sobre usted.

 

Foster sacó la lengua y empezó a mover el culo como haría un perro exultante.

 

—Te ayudo a encontrar una —dijo— si mientras tanto me permites ser un lobo como tú.

 

Ya he dicho que Foster habla la lengua del lobo así que podía haberle entrevistado directamente y marcharme pero sentí el cosquilleo de la fama al imaginar que podía incluirme en alguno de sus libros futuros, y le dije que okey (es que es inglés).

Foster es el típico humano que ha participado en una carrera de ciento cincuenta millas en el Sáhara, esquiado en el Polo Norte y se ha hecho tajos inquietantemente sanguinolentos triscando por superficies de distinta naturaleza, aunque lo de dormir dentro de una tubería para replicar el sueño de una nutria denota un exotismo superior. A cuatro patas, mientras bordeábamos el río, Foster preguntó por qué buscaba en concreto a la nutria.

 

—Porque no te cae muy bien pero intentaste emularla —dije—. Hiciste un auténtico esfuerzo por acercarte a un animal no solo desconocido sino que incluso te parecía un poco repelente, con esos nervios siempre a flor de piel. Y querría saber qué opinión tiene la nutria a ti.

 

Foster levantó el morro y husmeó el aire como yo acababa de hacer. Me pregunté si también había detectado el olor a oveja o solo me copiaba. Además de taxidermista había sido cazador, y al parecer tenía un olfato muy por encima de la media. En Ser animal dedica bastantes páginas a la caza, defiende su práctica mesurada, pero reconoce haber jugado mucho tiempo con una injusta ventaja respecto a sus presas, y por eso hay un momento del libro en el que Foster le pide a un colega que intente cazarlo a lo ciervo: quiere saber qué se siente al huir más o menos despavorido.

Entonces, después de que el sabueso del amigo le husmee la bota, Foster empieza a correr campo a través con la esperanza de zafarse de su experto rastreador, que al cabo de un rato emprende la persecución. Pobre hombre. Resulta muy patético verlo resollando, tan torpe y sin esperanza real de huir. Lo mejor es que reconoce su patetismo, y se regodea en él sabiendo que es donde radica buena parte de la gracia. Y al fin y al cabo consigue evidenciar las encrucijadas morales que se les están planteando a los humanos, que se han ido alejando de la naturaleza de un modo alarmante.

 

—Foster—, digo.

—Llámame Charles.

—Foster—, respondo, porque su aire de compadreo dicharachero a veces me pone nervioso, en el libro también, aunque no creo que le importe mucho porque es justo ese talante de «me da igual lo que puedas estar pensando» lo que le permite desmadrar sus narraciones hasta cuajar algunas asociaciones antológicas. Foster es una especie de tío muy listo y cultivado al que a veces se le va la mano con las bromas pero que, cuando acierta, que es a menudo, deslumbra—, se está haciendo de noche.

 

Desde lo alto de cualquier colina se pueden ver las luces de Gales al otro lado del canal de Bristol.

 

—Genial. Es la hora de la nutria.

 

Seguimos el curso del río Badgworthy no muy lejos del pueblo medieval. La humedad hace que el bosque huela aún más a bosque, y mientras avanzamos recuerdo que Foster comió lombrices en su época de tejón. Tal cual. Este hombretón, porque ocupa lo suyo, excavó una madriguera en la que pasó varias noches y frotó su hocico humano contra la tierra, los árboles, las hojas, el omnipresente musgo, buscando perfeccionar o recuperar un poco de ese sentido. Y le puso tanta voluntad que siguió haciendo el tejón a diario: «Intenté salir al mundo de manera más consciente y con la cara por delante. Inclinaba la cabeza cuando entraba en una habitación (…) Me demoraba más de la cuenta en los saludos asexuados mejilla contra mejilla de la clase media, lo que me hizo ser percibido como un pervertido. Arrimaba el hocico al césped, a las sillas, a los marcos de las puertas…».

Ha empezado a llover, un relámpago rompe el cielo iluminando la tupida fronda de Exmoor. Foster simula un aullido y pregunta si no me dan ganas de aullar. La tormenta le ilusiona, pese a que dificulta aún más la visión. Estoy a punto de creerme que su proyecto de animalización le ha ayudado a adaptar los ojos a esta oscuridad.

 

—Si fuera de día, podríamos ver el Canal de Bristol desde lo alto de un árbol—, dice.

 

Un rayo parte un árbol a treinta metros y Foster aúlla, más o menos.

 

—Me gustan las experiencias auténticas —dice.

—Bueno, bueno, que cuando te cansaste de comer ardilla con vinagrera y ajos crudos abriste la lata de sardinas que llevabas en la mochila.

—Entiéndelo, después de todo soy humano.

 

Supongo que, por eso, el animal con el que mejor parece conectar es el zorro. Foster eligió el East End londinense para imitar la conducta de los muchos vulpinos que pululan por los alrededores de Old Ford Road, esquivando a los Porsche que rugen hacia Canary Wharf y los autobuses que retumban rumbo al oeste, atraídos todos por el aloo gobi de los restaurantes indios de la zona. Que los zorros sean terrestres también le facilitó un poco la imitación. Y que encima se muevan entre el campo y la ciudad… le hizo pensar en por qué, sin embargo, ellos mantenían su cerebro salvaje prácticamente intacto comparado, por ejemplo, con el de los perros. Por qué el zorro no había cedido a una cierta domesticación pese al sostenido contacto con la presunta facilidad de la urbe.

 

—¿Sabes que el cerebro de un perro es un veinticinco por ciento más pequeño que el tuyo? —me pregunta Foster—. El salvaje piensa más. Y con más calidad.

—¿Por qué te gustan tanto los zorros?

—¿Tú has visto cómo se adaptan a lo que sea?—, pregunta el hombre que durmió en el margen de una autovía bajo la capa de un perifollo verde, intentando ser zorro.

—Su plasticidad me desmoraliza—, añade.

 

Me da un poco de envidia oírle hablar así de esas bestias tan frágiles. «Cada año muere el 60 por ciento de los zorros de Londres. El 88 por ciento de los zorros de Oxford lo hace antes de cumplir los dos años», ha escrito Foster. Pero es justo por eso, por ser capaces de actuar tan al margen de los muchos peligros que los rodean, con una indiferencia tan elegante como práctica, por lo que Foster  los admira más.

 

—Son los verdaderos habitantes del East End—, afirma, a la vez que recuerda cómo ha logrado resistir e incluso expandirse en el Reino Unido.

—En general, para sobrevivir basta arrastrarse un poco-, asegura hundiendo la cabeza en el río, esperando intuir a la nutria que lo habita.

–Aunque a veces hay que volar—, añade al emerger, empapado.

 

De todos modos, volar no voló mucho: los vencejos que viajan de Oxford al Congo le ayudaron sobre todo a hablar de las migraciones y de esas conexiones más o menos telepáticas que unen a unos animales con otros, y también a los humanos que comparten esa frecuencia de onda primitiva, asalvajada.

No hay rastro de nutrias pero el olor a oveja es más fuerte. Alguna extraviada de un rebaño. La acabo de ver. Es tan lela que la mato sin despeinarme. Cuando le estoy devorando la pierna, olfateo un aliento humano.

 

—¿Me dejas un mordisquito?—, ha preguntado Foster, arrodillado junto a mí.

 


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