Sobre la pista de felicidad muda de la geografía caribeña, Frank Báez aterriza con un parlante a todo volumen desde un cielo de tristeza. Es el poeta de la sencillez inquebrantable. La varilla de sus versos puede doblarse, pero no romperse, y como lector todavía me sorprende la aleación que se produce al interior de la poesía de este dominicano extraviado; una fuerza muchas veces elegíaca diluida en el trazo firme de una conciencia absoluta de lo profano y lo ridículamente plebeyo.

Son poemas que piensan con la lengua, de inteligencia eufónica, y su peso simbólico descansa en el sonido de una voz ligera que habla hacia adentro con un tono extrovertido, cruzado por bocinazos, por la palabrería disonante del gentío y por la música caótica de un paisaje sofocante e inquieto. Esa experiencia puntual del poeta educado sentimentalmente en el barrio cura en salud el lirismo de Báez, lo mantiene embarrado de la versión prosaica de sí.

En Autorretrato, el baile de una lucidez golpeada por todas partes, Báez cifra a través de una lista de calamidades tragicómicas la paliza que se pega al caer por el desbarrancadero de la palabra. Le pasan muchas cosas. Casi se ahoga en una piscina, lo arrastra la corriente de un río, lo atracan y le fracturan el brazo derecho, le roban la cartera y los zapatos y los manuscritos. ¿Pero quién es ese ladrón de manuscritos? Es la tradición, es la conciencia crítica, y no hay noticias de una poesía que no haya sido primeramente robada, es decir, que no haya sido primeramente desechada, puesto que solo ese bautismo de fuego puede garantizar luego algún tipo de registro de la palabra en el tiempo.

La poesía es la casa de barrio abandonada en la que alguna vez murió un señor huraño y desvaído, cuyo cadáver se descompuso a lo largo de semanas sin que nadie se diese por enterado. Hay poetas que van a encender la luz, abrir las ventanas, y luego van a pasear al lector por esa casa como lo haría un vendedor de inmuebles. Hay poetas que van a mover al lector por los alrededores de la casa, pero no van a entrar a ella. Hay poetas que le van a pedir al lector que ni se acerque por ahí y otros que van a fingir que no han escuchado nunca de un lugar con tales características. Hay poetas que van a entrar a oscuras y a oscuras van a permanecer junto al lector en la habitación del pánico.

Y hay otros poetas, más bien escasos, que van a recorrer la casa cerrada a cal y canto, y en el momento más inesperado van a encender la luz, cuando la mirada del lector ya se haya adaptado a la temperatura y al contorno de las sombras. Justo ese segundo ciego de claridad, ese repentino golpe fosforescente, son los poemas de Frank Báez. Tienen siempre un momento donde te van a encandilar, el motivo por el que todo el poema parece haber sido escrito, y ese momento reconfigura lo que habías leído hasta ahí, como fichas de dominó puestas en fila que caen hacia atrás, derrumbando el pasado inmediato.

En la película de acción que es la poesía, el lector de Báez es el villano que cree haber matado al protagonista, y cuando vira la espalda triunfante, o se confía mínimamente, el protagonista le encaja a duras penas desde el suelo, herido y sangrante, la última bala de su cartuchera. La máquina de sus textos encarna ese tipo de dramaturgia electrizante y nada culta.

El sentido lúdico rebaja a cero el grado de solemnidad de poemas que rinden homenaje a Whitman, a Borges o a Allen Ginsberg, o que también se encargan de mencionar cierta naturaleza arbitraria o imprecisa en el ejercicio de la escritura, así como el saldo dramático de esa pelea ancestral con la palabra, ampliamente reseñada desde la intensidad retórica o con tintes épicos o de resignación. «Que otros se jacten de las páginas que han escrito,/ yo me vanaglorio de que no soy calvo», dice Báez. O esta: «No he visto las mejores mentes de mi generación/ ni me interesa.» Y el preludio desenfadado de la batalla: «Lo mejor es cuando/ le pones seguro a la puerta/ y solo están tú y el poema…»

La breve cirugía sin anestesia no reduce el texto a una zona exclusiva de entretenimiento o diversión, ni lo condena a una muerte aplaudida. Báez rápidamente mete sus versos en los senderos del bosque metafísico a través de preguntas que se quedan picando como resultado de cierta indagación candorosa de las cosas, y que luego, de modo gradual, van develando su naturaleza trágica o íntima o feroz.

En Mejor que el sexo, el mismo texto que habla de escribir «un poema tan intenso que acabas viniéndote en los pantalones», Báez remata con cuatro versos confesionales: «Cada palabra que escribo/ es un paso que voy dando./ ¿Hasta dónde he llegado?/ ¿He encontrado mi hogar?» Estas dos escalas alimentan constantemente su poética, el símbolo grave y meditado y la burla pop inteligente.

Un ejemplo quizá mucho más evidente es el poema En la Biblia no aparece nadie fumando. Ahí se lee: «Pero qué tal si Dios o los que escribieron la Biblia/ se olvidaron de agregar los cigarros/ y en realidad todas esas figuras bíblicas/ se pasaban el día entero fumando/ al igual que en los cincuenta en que se podía fumar/ en los aviones y hasta en la televisión…» La imagen, herética e improbable, es desternillante. El ingenio asociativo nos da risa a los descreídos.

Pero mirémosla de nuevo. Veamos cómo el segundo repaso va reduciendo la escena a un puño de terror. Las figuras bíblicas, sus barbas nevadas y sus rostros severos envueltos en una nube de humo, tosiendo nicotina y escupiendo amarillo en la tierra sagrada que pisan, eternamente enfermos con el cigarro eterno atenazado entre sus dedos eternos, tan modernos y parecidos a nosotros.

El poema suyo que siempre me acompaña es Breve conversación con el Mar Caribe. Ahí Báez revierte la postal turística de las playas tropicales, el sol paradisíaco, las palmeras de verano, los cruceros cargados de viejos gringos y basura sifilítica, y establece un diálogo melancólico y profundamente generoso y emotivo con esas aguas vigorosas o apacibles. Le devuelve al mar de su infancia un tipo de plegaria a la que ese mar, que es el mío, no está acostumbrado, pues normalmente se le celebra como una fiesta o se le juzga como una cárcel.

Báez es el poeta del colmado. De mano en mano, como moneda de pobre, su palabra va a sobrevivir.

Breve conversación con el mar Caribe

Te cuento que el otro día conocí
al mar Mediterráneo y fue un poco
como conocer un actor olvidado.

Caminé por el malecón oyendo
sus olas que sonaban como
la tos de un Joe Pesci asmático.

Aunque más que un actor olvidado
el mar recordaba las momias que
exhiben en el museo del Cairo.

Nada que ver contigo, mar Caribe,
que esta tarde tienes tanto vigor que
parece que vienes del gimnasio.

No sé si te prefiero cuando
te tiendes manso y reposas como
un león en medio de la pradera.

O cuando te enfureces y ruges
e intentas sodomizar la costa
a la manera de Marlon Brando

en El último Tango en París.
Los pelícanos y las gaviotas se
te escurren de los dedos cuando

intentas atraparlos, es como si
quisieras salirte del lecho,
pero tus cadenas te sostienen

con tanta fuerza que no te queda
de otra que gritar y despotricar.
Di la verdad, ¿no te molestan

los cruceros con ancianos
y toda esa basura que te arrojamos?
Te hemos envenenado, contaminado.

El año pasado tus costas tenían
tantas algas que parecía que
en nuestras playas un turista

te contagió la sífilis.
Yo me dije esto se ve feo.
Y me pregunté si este no era el fin.

Pero en vez de mandar un tsunami
y desquitarte de nuestras ciudades
y borrar del mapa a Miami,

volviste a pacer tu rebaño de olas
que balaban en paz y en armonía
a lo largo y ancho de la costa.

¿Qué más te digo? Eres el mar
de mi infancia, me he pasado
la vida descifrando tus palabras.

Ambos hemos envejecido, pero
a pesar del paso del tiempo
sigo viniendo a este arrecife

a conversar contigo con la
misma inocencia de cuando
era niño y paseando por

tus playas recogí una caracola
y me la llevé al oído y tú me
hablaste por primera vez.

Frank Báez

En la Biblia no aparece nadie fumando

Pero qué tal si Dios o los que escribieron la Biblia
se olvidaron de agregar los cigarros
y en realidad todas esas figuras bíblicas
se pasaban el día entero fumando
al igual que en los cincuenta en que se podía fumar
en los aviones y hasta en la televisión
y yo imagino a todos esos gloriosos judíos
llevándose sus cigarrillos a los labios
y expulsando el humo por las narices
en lo que aguardan
por sus visiones o porque Dios les hable,
e imagino a David tocando el harpa
en un templo lleno de humo,
a Abraham fumando cigarro tras cigarro
antes de decidirse a matar a Isaac,
a María fumando antes de darle a José
la noticia de que está embarazada,
e incluso imagino a Jesús sacando un cigarro
de detrás de la oreja y fumando
para relajarse antes de dirigirse a las multitudes
reunidas en torno suyo.
Yo no soy un fumador.
Pero a veces me vienen ganas y fumo
como en este instante en que miro la lluvia
caer tras la ventana
y me siento como Noé cuando esperaba
que pasara el diluvio y se la pasaba
de arriba a abajo por toda el arca
buscando donde había puesto
esa maldita cajetilla.

Frank Báez


Imagen de cabecera, CC Hernán Piñera