«Según cómo se mire, de Bolonia a Florencia hay treinta y siete minutos de tren, o de Bolonia a Florencia hay cinco días de caminata (eso creemos; acabarán siendo seis).» Según como se mire, de un extremo a otro de mi salón hay apenas cuatro zancadas, dos, tres segundos para alcanzar la pared contraria y buscar lo que sea en una librería abarrotada. O hay casi un minuto de pasos cortos y rítmicos, bailoteos y meandros, si en un brazo llevo a una niña de tres meses que necesita dormirse y con el otro sostengo abierto Cansasuelos (Libros del KO, 2015) el último libro del donostiarra Ander Izagirre.

Cuestión de ritmos y velocidades en el viaje. Que ambos lo son, aunque el mío sea autour de ma chambre, como el de Xavier de Maistre, y el de Izagirre le lleve, monte arriba, monte abajo, por una de las pocas zonas de naturaleza despejada de la bota itálica. Cansasuelos promete seis días a pie por los Apeninos y los da —junto a mucho más—, a razón de uno por capítulo, sin preámbulos innecesarios. Es un libro que se comienza ya mochila al hombro, con un pie en el camino. Un libro que viaja por una ruta precisa para defender el libre vagabundeo mental.

Izagirre se presenta como un «escritor con botas» y en Cansasuelos cristaliza su defensa de escribir y leer el mundo con el cuerpo —seguramente con los pies—. Yo he leído el libro dando tumbos, nana arriba, nana abajo, pero al menos iba equilibrado. Este volumen se parece a una niña de tres meses; ambos aparentan ser ligeros (110 páginas uno, apenas seis kilos la otra) pero tienen un peso inesperado. La delicadeza se inventó para usarla con los bebés; para escribir sobre la filosofía de caminar, la memoria de las guerras y el Renacimiento sin caer en subrayados (¡Esto Es Importante!) se necesita un pulso delicado. Y para hacer una ruta se necesita al menos ordenar las etapas. Aquí van las de este texto: primero se durmió la niña; después acabé de leer el libro; después, mail arriba, mail abajo, Ander Izagirre me contó algo más sobre su nacimiento. El del libro, no el de la niña. Ni el de Ander.

Caminar es leer

«A esta ruta la llaman Vía de los Dioses, pero no lo es. La marcó hace una veintena de años un señor de Bolonia llamado Domenico Manaresi, un enamorado de las montañas modestas, de los bosques, de los caseríos y las aldeas que se iban despoblando y que caían en ruinas, un nostálgico de la vida montañesa que desaparecía.» (Cansasuelos, p. 28)

Bolonia, Badolo, Madonna dei Fornelli, Santa Lucia, Gabbiano, Tagliaferro, Campomigliaio, Florencia. De la Emilia a la Toscana, de una ciudad histórica «menor» a otra «mayor». De un Neptuno de bronce nervudo a otro de mármol «blandurrio». El trayecto de Izagirre demuestra que caminando «escribimos» una ruta, pero también «leemos» las de otros. Leemos el libro del paisaje y las marcas físicas, culturales, humanas que se han ido estratificando encima de las colinas. En la Via de los Dioses se superponen los caminos de pastores, la calzada Flaminia Militare, la Línea Gótica que los alemanes erigieron para frenar la ofensiva aliada en 1943, las rutas de peregrinación religiosa. Y la propuesta deportiva y cultural de Manaresi. Los caminos son signos; algunos arraigan, otros se van borrando.

Izagirre: «Me da mucha curiosidad saber cómo han cuajado los elementos del paisaje que nos parecen de toda la vida pero que antes no existían: por qué se formó aquí un pueblo —y por qué desapareció aquel otro—, cómo se acabó consolidando este camino —o por qué ha cambiado el camino que antes iba por las cumbres y ahora por el valle—; y me intrigan los topónimos, los nombres de los lugares.»

Pero los signos del paisaje, como las palabras, no sólo sobreviven o desaparecen. A veces actualizan su significado para otras generaciones: la Línea Gótica, junto a la que crecen cementerios militares como los puntos de una cicatriz, fue trinchera, línea de la marea de la Italia dividida, el dentro y el fuera de la Italia liberada. Hoy es también una canción ya clásica del rock alternativo italiano. El núcleo de sentido permanece: si te marcan ese tipo de línea en la tierra, hay que tomar partido. Pero el gran teatro de la guerra se vuelve una referencia personal, civil, íntima.

El trayecto de Izagirre demuestra que caminando «escribimos» una ruta, pero también «leemos» las de otros

«En el pórtico de la catedral de Jaca, que tiene mil años, hay una columna con un hueco de medio metro en el fuste. (…) Hace mil años un peregrino acarició la columna y erosionó los primeros átomos de la piedra. Otros lo imitaron. (…) La repetición de un gesto consolida una huella, confirma un camino. Me gusta acariciar el hueco pulido de la columna de Jaca, posar mi mano como una más entre los millones de manos que allí se reconocen unas a otras, a través de los siglos.» (Cansasuelos, p. 47)

Leer el paisaje, así pues, es intentar leernos en pasado. Izagirre: «Son ecos de historias antiguas, de otro mundo, que todavía llegan hasta nosotros, a veces tan distorsionados que ya no entendemos nada. Hay una especie de comunicación entre los humanos, a través de los siglos y de los milenios, siento una cierta hermandad con aquellos caminantes y pobladores remotos. Seguramente sonará cursi, pero a veces incluso me emociona.»

Creo que la emoción está justificada: bastante solos estamos ya como para renunciar a esas «señales de desconocidos». Y creo que esta idea ya está apuntada en reportajes anteriores de Ander, como el dedicado a Josetxo Mayor en su libro Cuidadores de mundos (Altaïr, 2008). Josetxo Mayor, guardián desinteresado de los caminos del Monte Ulía, junto a San Sebastián. Un hombre que durante décadas dedica su tiempo libre a desbrozar y mantener las sendas por las que otros disfrutarán su domingo, su ruta, su paseo. Una propuesta reconfortante: que muertos y vivos —los que se fueron, los que vendrán— son sólo eso, desconocidos que cruzan el monte en días distintos de la semana, con objetivos distintos —la guerra total, el domingueo— pero incidiendo en la misma huella. Y, a veces, ofreciéndose algo de ayuda.

Caminar es escribir

Ander Izagirre maneja con destreza los registros del reportaje, el libro de viaje, la guía directa y franca, la narración que vincula historia y lugar y su propia mirada irónica. En sus libros precedentes, están combinados en diferentes medidas según los requisitos de la obra. En Cansasuelos, me parece, se les añade una dosis extra de libertad; una ligereza en la expresión y la reflexión que tiene mucho que ver con seguir el ritmo del cuerpo que camina.

«En los primeros kilómetros de cada día no paro de sacar la libreta del bolsillo y de tomar apuntes, enlazo el cabo de una idea de ayer con el cabo de una idea de hoy, las palabras dispersas se atraen y a veces cuajan en frases. En las primeras horas por el bosque, sin novedad, sin preocupación, todavía sin cansancio, la cabeza flota libre.» (Cansasuelos, p. 58)

¿Hay algo que haya cristalizado de forma nueva en Cansasuelos, como una evolución de todo el trabajo anterior? «Me parece que en los seis días por los Apeninos me cuajaron algunas ideas que yo había ido apuntando sobre estos asuntos, cositas que yo había pensado, que ya había escrito en apuntes sueltos en mi blog… De hecho, ahí hay un paso: a la vuelta del viaje, me puse a escribir estos textos pensando que serían entradas para mi blog, y de pronto tenía ya cincuenta o sesenta páginas.»

El blog de Ander Izagirre (Periodismo con botas) es una recomendabilísima trastienda llena de textos que funcionan como satélite de sus libros o se sostienen por sí solos sobre los mismos ejes: la curiosidad, el viaje cercano o lejano, el deporte, la historia y el humor. Este último es marca de la casa y abunda en Cansasuelos: «Aparte de un recurso literario, el humor es una actitud vital: no debemos tomarnos tan en serio. Gracias a él, barremos un poco nuestras angustias y apreciamos con más claridad las asombrosas historias ajenas. El humor es un antídoto para la vanidad y para no ser ombliguistas pesados. Intento escribir así.»

Florencia vista desde Fiesole; en el centro de la imagen, la cúpula de Santa Maria del Fiore, obra de Brunelleschi (Alessandro Valli, CC).

Al humor se acompaña otra característica que, según las circunstancias, puede ser su gemela: el pudor. Pudor al introducirse como personaje en la narración, pudor ante las decisiones de estilo, los juegos con el lenguaje. Le digo a Ander que yo veo una lectura romántica en el libro, encerrada en el párrafo admirable que cierra la página 11. Me responde: «Hay temas de los que es mejor contar poco; los que cuentan todo son unos plastas». Le digo que se dedica a darse pellizcos a sí mismo cada vez que la forma, las invenciones (¡Brunelleskyline!), pueden hacerle sombra al fondo. Afirma: «Uso la duda como protección, pero también porque me gusta exponer los trucos narrativos: en un momento del libro digo que escribir en presente es una trampa —muy habitual— para que parezca que el viaje y las ideas son simultáneas, para que parezca que el narrador es un tipo brillante que siempre sabe qué pensar en el momento justo, cuando la realidad es que yo vi la catedral de Florencia y solo supe decir: «Mecagüenlaleche».»

Esta tensión hace de Cansasuelos un libro doblemente vivo: estamos a la vez caminando y escribiendo, en el ahora de los montes y las aldeas y en el después del escritorio, ese «burladero». Aún más: estamos casi metidos en el proceso de edición, como deja claro el toma y daca de la página 16 entre Ander y Emilio Sánchez Mediavilla, editor de Libros del K.O., construyendo un paréntesis que nos lleva desde los molinos de Bolonia en el río Po hasta las enaguas de una doña Leonor en el Potosí colonial.

El intercambio deja claro hasta qué punto los escritores no operan en el vacío —ni son a veces los mejores defensores de las posibilidades de su trabajo—. Ander: «A mí me entran unas inseguridades tremendas, sobre todo cuando hablo de cosas mías, de reflexiones mías, que no sé si valen un pimiento, si a alguien le interesan. Emilio es el que se entusiasma y me dice que este texto tiene que ser un libro. Él es el que arriesga su dinero, así que bueno, será que le convence de verdad. Me fío mucho de él. Tengo mucha suerte de que sea mi amigo, además de mi editor.»

«Hay temas de los que es mejor contar poco; los que cuentan todo son unos plastas»

«Yo, por ejemplo, no quería reeditar Plomo en los bolsillos» sigue Ander, en referencia a su libro sobre el Tour de Francia, «y desde que salió con Libros del K.O. lleva siete reediciones. Tampoco quería escribir Mi abuela y diez más [en la colección Hooligans Ilustrados, sobre diferentes equipos de fútbol de la liga española; en este caso, la Real Sociedad de San Sebastián] y ahora me alegro mucho de haberlo hecho. Es una suerte que Emilio esté ahí para pincharme y convencerme. En esos momentos en los que decides si publicas un libro o no, me pongo nervioso, tengo la impresión de que estoy metiendo la pata, que es mejor callarse y conformarse con escribir desahogos y ocurrencias en el blog, que parece menos comprometido. Emilio me empuja. Y resulta que cuando escribo desahogado, sin tomarme muy en serio, parece que los textos funcionan mejor. Y que la gente va y compra los libros, cosa que me sigue sorprendiendo mucho.»

Ni escarabajo ni etrusco ni runner

«El estilo es inteligencia física: la capacidad de ejecutar el movimiento preciso ahorrando energía, sin ningún gesto superfluo, la belleza de la pura eficacia.»

Encuentro la cita en un texto del blog de Ander Izagirre dedicado a una escapada por la ría de Orio. El estilo del que habla es el que se necesita para remar en kayak, pero la frase se refleja de nuevo en partes de Cansasuelos para hablar de cómo (no) viajamos.

«Los fieles del dios turismo cumplen con los mandatos de emprender viajes sin necesidad, dar rodeos absurdos y visitar lugares que no les servirán para nada. Justo lo que hacemos nosotros.» (Cansasuelos, p. 70)

En el extremo contrario al viajero («antieconómico, la única especie que cruza los Apeninos a pie sin ninguna necesidad») Izagirre situa a los escarabajos, que amasan sus bolitas según la ley de la mínima acción, y a los etruscos, que trazan la primera calzada para cruzar los montes según una lógica pragmática y eficiente. ¿No es el trabajo del escritor de viajes, hoy, una defensa de este derecho a la ineficiencia? ¿Buscar «complicaciones innecesarias» para dar nueva vida al mundo ya cartografiado, fijado, visto?

«¡Claro! Nos proponemos empeños que, desde el punto de vista práctico, son absurdos. Porque siempre nos gusta jugar, los humanos somos juguetones, curiosos. Nos gusta jugar, por ejemplo, a creernos viajeros o exploradores. Me parece estupendo, siempre que no perdamos la perspectiva. Por eso soy crítico con quien se nombra viajero despreciando a los turistas, porque en la mayoría de los casos la aventura solo es aspaviento. Conozco a muy poca gente exploradora de verdad, a algunos he tenido la suerte de conocerlos de cerca, y suelen ser los más discretos.»

«Soy crítico con quien se nombra viajero despreciando a los turistas, porque en la mayoría de los casos la aventura sólo es aspaviento»

Cansasuelos incluye, entre los momentos de ese humor omnipresente del que hablábamos antes, una desternillante estampa con ciclista tecnificado pero ciego (página 86) y una dosis de sano pitorreo ante ciertas derivas de nuestros días (página 29: «No lo llamen trekking ni aventura, por favor… a caminar se aprende desde niño»). ¿Para qué? Creo que para desmontar un poco ese neolenguaje que ha plantado el capitalismo en nuestras zapatillas de correr (¡Nada es imposible! ¡Supera tus límites! ¡Arrasa en la Bolsa y en la pista!). La caminata reflexiva como una defensa frente a la Gran Ola que vende lo más sencillo como otra competición más. Algo que, de nuevo, Izagirre ha apuntado alguna vez en su blog. «Sí, y por eso, frente a la retórica aventureroide de la superación personal medida con aparatitos, de la épica que se monta un señor que sale a correr los domingos, en algunos momentos del libro recuerdo que esto es un paseo de seis días por un sendero señalizado. Menos lobos, caperucita.»

Defender la caminata significa defender una posición en el mundo, y llegar a Florencia —una ciudad de mármol que es «geología modelada»— a paso humano es apropiadamente renacentista. Nos vuelve a situar en el centro del mundo, pero con una cierta dosis de humildad. La Vía de los Dioses transita por lugares donde ciudad y naturaleza —lo humano y lo «salvaje»— están tan difuminadas que, saliendo de Bolonia, Izagirre anota que la frontera entre ambas es algo tan leve como una telaraña tendida de árbol a árbol a través del camino.

Entre los escarabajos y los dioses estamos nosotros, en fin, dando sentido a lo que nos rodea con nuestras marcas terribles o cómicas, con nuestros esfuerzos inútiles y excéntricos. «Ese camino de la humanidad, que un día me parece grandioso y épico, y al día siguiente me parece el esfuerzo un poco ridículo de unas hormigas», dice Ander. Y recuerda al pobre Tommaso Masini, más conocido por «los partidarios del disparate» como el subordinado al que Leonardo Da Vinci convenció para que probase su traje volador, el ornitóptero, una mañana de abril de 1506, justo frente a las vistas más hermosas de Florencia. «Creo que reúne estas dos interpretaciones: tan inspirado, tan excelso, tan épico, y resulta que solo es un pobre pirado que se monta en una máquina torpe con alas de madera, y se pega un cacharrazo que casi se mata. Somos eso, ¿no?»


CANSASUELOS, DE ANDER IZAGIRRE
LIBROS DEL K.O., 2015

EN LAS FOTOGRAFÍAS, LA VERTIENTE TOSCANA DE LOS APENINOS Y FLORENCIA VISTAS DESDE FIESOLE (CC ALESSANDRO VALLI)