Casi 1 200 millones de personas transitan por el subcontinente indio produciendo descomunales cantidades de energía, belleza y contaminación, mucho ruido también. Hasta que de pronto, en el límite entre Kerala y Tamil Nadu… el Valle Silencioso. Un Parque Natural en cuyo núcleo no se registran asentamientos humanos favoreciendo la multiplicación de especies endémicas que tienen al macaco cola de león como símbolo, porque fue elegido para representar la lucha medioambiental india más significativa de las últimas décadas: defender al Valle Silencioso de quienes pretendían construir un embalse. Se planteó algo así como una batalla entre el hombre y el mono. Venció el mono.


Para entender mejor la importancia y excepcionalidad del Silencioso vale la pena llegar al valle remontando la península por carretera desde por ejemplo Trivandrum, una de las grandes ciudades del extremo sur. La ruta hacia el norte está marcada por el fragor de los camiones, a menudo adornados con dibujos de alguna de las trescientos treinta millones de deidades hindúes, entre las que zumba un amplio catálogo de motocicletas conducidas por pilotos muchas veces sin casco que suelen transportar entre uno y tres pasajeros. La señalética no es muy explícita, ni necesita serlo a tenor del caso que se le hace. Los cruces no se ceden, se ganan, en este guirigay de reminiscencias cairotas donde la línea continua es poco más que un adorno y el claxon sustituye al intermitente.

La carretera discurre entre casas durante más de ocho horas. No son muy altas y siempre hay maleza de fondo, pero las edificaciones se encadenan en una especie de conurbación infinita determinada por los tubos de escape, el sol, las banderas con la hoz y el martillo y la cartelería protagonizada por la barba de Marx y la calva con gafas de Mahatma Gandhi en un estado que tiene gobierno comunista desde la independencia, además de un índice de alfabetización del 91 por ciento, el más elevado de toda la rashtra (nación).

El reguero de comercios aumenta al cruzar centros urbanos, oscilando de Mármoles Taj Mahal a los herbolarios que destacan por una pulcritud y orden insólitos en esta senda agrisada por la polución y una dejadez filosófica. Los restaurantes sirven comidas desplegando una gran hoja de banano sobre la que el camarero vierte cucharaditas con los cocinados del día formando un colorido dintel cuya base es un bloque de arroz que se come con las manos, mezclándolo con los cocinados. Al terminar, la hoja de banano se dobla sobre sí misma y se tira a la basura.

 

Nativos, oenegés, organizaciones ecologistas y algún político emprendieron una serie de manifestaciones sin precedentes que terminaron con la petición de la primera ministra Indira Gandhi de finiquitar el proyecto de embalse

 

Existe el proyecto de construir una autopista que incluya carril bici y recorra la costa recuperando el trazado de la antigua Ruta de las Especias, uniendo puertos que una vez fueron clave, como Alapuzzah y Thalassery. De momento, a la emblemática Cochín se llega por esta densísima carretera y, después de una ración de abarrotados autobuses sin ventanas y tráfico metropolitano, puedes salir al fin en dirección a las montañas. Con el crepúsculo, tras nueve horas en ruta, aparecen los primeros espacios despejados y oscuros.

En los recodos de la zigzagueante carretera que asciende al Silent Valley hay grupos de simios. Es un feudo de Hanuman, el dios mono. India acoge a quince especies de primates y éste es uno de sus reinos más intocados, especialmente desde que entre 1971 y 1977 el gobierno y algunos empresarios intentaran producir energía eléctrica proyectando la inundación de varias hectáreas de selva virgen. En 1976, el especialista en ofidios Romulus Whitaker, snakeman, fundador del Parque de Serpientes de Madrás y atento vigía de los espacios naturales, alertó sobre la progresiva deforestación del valle.

Nativos, oenegés, organizaciones ecologistas y algún político emprendieron una serie de manifestaciones sin precedentes que terminaron con la petición de la primera ministra Indira Gandhi de finiquitar el proyecto de embalse. En 1985 se declaró Parque Natural y por eso esta mañana puedo adentrarme en jeep con el guía Saji Thomas, que conduce descalzo, por un territorio absolutamente despoblado. El río Kunthi desciende prístino desde su nacimiento, con una potabilidad rara en esta zona donde varios cauces fluyen saturados de residuos y orines de ratas que contagian las leptospirosis, causante de caídas multiorgánicas que en ocasiones acarrean la muerte. Jeswin George es doctor en la zona y atiende con frecuencia estos casos, aunque los miembros de las tribus regionales intentan esquivarle. «Creen que las enfermedades son por espíritus y no van al hospital —dice Jeswin—. Rezan».

 

En 1985 se declaró Parque Natural y por eso esta mañana puedo adentrarme en jeep con el guía Saji Thomas, que conduce descalzo, por un territorio absolutamente despoblado.

La Watch Tower es un engendro metálico levantado en plena colina como atalaya desde donde dominar las herméticas montañas del Silencioso. Los montes se cierran verdes e inescrutables, a veces cortados por los shola, esos corredores boscosos situados entre valles donde algunas especies amenazadas han hallado refugio. Ahí adentro hay tigres, leopardos y paquidermos, sus boñigas han sido una constante en el camino. Hay 110 tipos de orquídeas, más de 230 especies de pájaros, 75 mamíferos, una mariposa de alas enormes o ardillas gigantes, de las que avistamos dos ejemplares dormitando en ramas. Además, es el hábitat del macaco cola de león, al que creí localizar hace un rato saltando lianas… pero resultó un langur de las montañas Nilgiri. El langur gasta el aire del macaco que persigo, aureolado por una llamativa mata de pelo y barba, si bien la de mi objetivo es blanca y más aparatosa.

El Cola de León se llama así por su largo apéndice y, aunque desde lo del embalse le hayan convertido en bandera local, durante siglos fue estigmatizado. Se trata de un mono extraño, tímido, que prefiere la invisibilidad. Tanta ocultación espoleó leyendas por las que le acusaron del rapto de niños en aldeas, le achacaron crímenes, violaciones, y le dibujaron enorme y fiero, sobredimensionando una barbaridad sus cuarenta y pico centímetros de longitud (es de los simios más pequeños que existen) y subrayando lo afiladísimo de sus colmillos (en este caso, con razón).  No ver algo intimida y da pie a la ficción creativa.

El mono se limita a vivir entre los 800 y los 1 500 metros de altitud en grupos que oscilan de los diez a los veinte individuos y desde luego que renuncia a robar zapatos a la entrada de templos, morder a ancianos o agenciarse alimentos de hogares, como hacen tantísimos simios del resto de India, donde los primates son plaga y han motivado que por ejemplo el Instituto Cervantes de Nueva Delhi contratara a un espantamonos profesional. El Cola de León va a la suya. Le basta con un buen bosque de cullenia exarillata, el árbol cuyo fruto le pirra. Se han registrado 275 macacos de esta especie divididos en catorce grupos que brincan por el valle, y su forma de distribuirse guarda un curioso paralelismo con las tribus humanas regionales, cuyos miembros se agrupan en 192 asentamientos que basculan de las veinte a las cien personas.

«No vaya a Attappady. Las tribus son maoístas, hay muchos hombres peligrosos y no les gustan los forasteros», advirtió ayer un joven turista en Mukkali, el pueblo a las puertas del Silencioso donde duermo cada noche. Esta mañana me he subido a la moto de otro guía, Chandrahasan, y hemos puesto rumbo a Attappady.

El cálido aire del trópico huele dulce y picante, como los cuerpos de los indios con dietas a base de chile. Antes de salir, hemos desayunado la matutina ración de salsas mojadas con chapati (pan) y un vaso de agua caliente color violeta debido a una sustancia potabilizadora. Los vegetales y la fruta, junto al chile y el té, son sudados por miles de pieles que procuran un poderoso olor a la atmósfera, tan característico como el reguero de iglesias, mezquitas y templos hindúes que se suceden en las aldeas dirección Tamil Nadu.

Aunque los hindúes siguen imponiendo su dominio, la tolerancia religiosa es el signo autóctono y los hábitos de los distintos credos coinciden entre la fronda en paz. Cuando el escritor André Malraux preguntó a Nehru por cuál había sido la tarea más difícil de su mandato, el primer ministro respondió: «Crear un Estado secular en un país religioso». Pero ahí está el resultado. Aunque de vez en cuando llegan noticias de rifirrafes, estadísticamente hablando, India es un éxito de cohabitación.

En este magma, las tribus son las menos obedientes. Aquí hay tres: irula, kurumba y muruga. Chandrahasan revela que pertenece a la irula. Visitamos Kulukkur, un cogollo de casas subvencionadas por el gobierno donde habitan veinte niños y cincuenta adultos en condiciones que recuerdan a las de cualquier reserva aborigen. Luego, nos encontramos con el Consejo del Movimiento, un grupo de hombres que acampa 24 horas desde hace 210 días frente a una delegación estatal para protestar por las condiciones de vida tribales. «No lo están haciendo bien —afirma el portavoz—. Nos falta comida, educación, agricultura, cuidado de la salud».

Visitamos Kulukkur, un cogollo de casas subvencionadas por el gobierno donde habitan veinte niños y cincuenta adultos en condiciones que recuerdan a las de cualquier reserva aborigen.

 

Las tribus no disponen de muchos recursos y a menudo sobreviven de ayudas gubernamentales y con pequeños cultivos de cardamomo o marihuana, mientras los agricultores no tribales cada vez se centran más en la rentabilidad del cocotero y el café malabar.

—Y no enseñan nuestra lengua a los jóvenes-, añade el protavoz tribal.

El malayalam, hablado por 35 millones de personas, es el gran cemento unificador del estado de Kerala, si bien las tribus aspiran a seguir mimando sus lenguas propias. «Somos mucha gente. Es difícil», acepta Chandrahasan de vuelta a la moto.

De todas formas, algunas leyes están cambiando, incluso las que afectan a los animales sagrados. Hace unos años, Nehru instigó un giro normativo al saber que un mono violento no había sido sacrificado para no ofender a los devotos de Hanuman. Fue un paso en la misma dirección de la ley que ahora pretende contener el hooliganismo de los defensores de las vacas, capaces de linchar a personas que las hayan supuestamente ofendido.

Esta tarde, docenas de forestales hacen gimnasia en un centro de Mukkali. La jungla exige una preparación óptima, también a quienes quieren defenderla. En el Silencioso aguardan lianas acorazadas de espinas; plantas que florecen cada diez años; ranas que se daban por extintas; al menos veinticinco tipos de serpientes, entre ellas la mortífera Cobra Real; y Malavijju, el espíritu protector del bosque. Hay que entrenarse para semejante versatilidad.

 

En el Valle Silencioso, la gente, los macacos y el bosque han logrado parecerse en aspecto y carácter.

Los humanos han entendido de una manera profunda que lo mejor es alcanzar la simbiosis física y, envueltos en saris y dhotis, exhiben tibantes hechuras morenas con unas piernas tan rectas y flacas que parecen emular los troncos de los cocoteros. En el Valle Silencioso, la gente, los macacos y el bosque han logrado parecerse en aspecto y carácter, sublimando la discreción y el silencio hasta desdecir a V.S. Naipaul, el Nobel que criticó a la India por ser el país que todo lo muestra, incapaz de guardar nada. Probablemente, Naipaul nunca estuvo aquí.


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ANIMALES INVISIBLES

GABI MARTÍNEZ

Capitán Swing /Nórdica, 2019