En la época en qué más gente viaja de la Historia —y también en la que más viajeros se ven con ánimos de escribir sobre esos lugares— es importante volver a lo básico: eso es, saber qué es —y sobre todo, qué no es— una crónica de viajes. La periodista argentina Leila Guerriero, con toda su experiencia en este campo, nos ofrece una serie de claves para no olvidar que esta tarea, la de contar el mundo, no está al alcance de cualquiera.  


Se viaja.

Se viaja para ver las pirámides de Egipto. Para pasar diez días todo incluido en un resort del Caribe. Para comer, para ver aves y hongos, animales. Para tomar vinos y fotos de la naturaleza. Para bucear, para contemplar la Tierra desde la Luna. Se viaja para conocer las rutas del jamón y las góndolas venecianas, y los mejores museos y las peores catedrales. Se viaja para implementar algunos —o todos— los ritos del turista: diez días siete noches catorce países de Europa; veinte jornadas flotando en un crucero.

Se viaja para decir yo estuve ahí, yo vi, yo sé, yo fui, yo caminé, yo pisé la calle que pisaron todos.

Y también están los viajes de los que no hacen ninguna de todas esas cosas —los viajes de los viajeros—; y los viajes inútiles: los viajes de los que viajan para contar.

 

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Primero, lo que no es.

Una crónica de viajes no es un folleto turístico, pero más largo; ni una publicidad de hotel, pero mejor escrita; ni un puñado de adjetivos previsibles —encantador, mágico, asombroso— apiñados en torno a las montañas, la puesta de sol, el mar, el puente, el río.

Una crónica de viajes no se hace en los ratos libres entre el almuerzo y la siesta, ni se resuelve con una caminata por el centro histórico, ni se consigue desde una piscina cinco estrellas.

Hacer crónicas de viajes es un trabajo extenuante y vertiginoso: el cronista enfrentado al espacio —desmesurado—, y al tiempo —finito— de su viaje, viviendo en una patria en la que, a cada paso, debe tomar la única decisión que importa: qué mirar.

No hay un decálogo del buen cronista, pero, si lo hubiera, diría que es alguien que entra en iglesias y mezquitas, en bares y en cementerios, en clubes y en las casas, que habla poco, que escucha mucho, que lo mira todo —carteles y colegios, la gente por la calle, los perros, el clima y las comidas— y que, después de mirar, hace que eso signifique: que descubre, en aquello que miraron tantos, una cosa nueva; que cuenta Nueva York —París o Tokio— como si fueran terra incógnita.

En su crónica sobre Hong Kong, incluida en Larga distancia (Malpaso), el escritor y periodista argentino Martín Caparrós dice: «Los periodistas solían hablar del Rolls Royce rosa de la señora Chan, que hacía juego con su armiño rosáceo y su perrito de aguas sonrosadas, o del edificio más alto y bamboleante del planeta o de los siete mil cristales de Murano de la araña de aquel centro comercial —y no terminaban de darse cuenta de que el monumento estaba en otra parte—. (…) En el bar del aeropuerto de Hong Kong, a la entrada, a mano derecha según se llega de la revisación, hay un menú de bronce: allí, los precios de las coca colas y sandwiches del bar grabados en el bronce, inscriptos en el bronce por desafiar al tiempo, son un monumento discreto y orgulloso al triunfo del capitalismo más salvaje».

Se puede ser Caparrós —y ver eso— o ir al bar, consultar el menú, pedir un sandwich, comer de cara al cartelito, no preguntarse —no ver— nada.

«Sólo había eso, lo que contemplaba; y aunque más allá hubiese montañas y glaciares y albatros e indios, no había aquí nada de qué hablar, nada que me retuviese —escribe Paul Theroux sobre su viaje a la Patagonia—. Tan sólo la paradoja patagónica. Flores diminutas en un vasto espacio. Para permanecer aquí había que ser miniaturista o, si no, estar interesado en enormes espacios vacíos. No existía una zona intermedia de estudio. Una de dos: la enormidad del desierto o de una pequeñísima flor. En la Patagonia era preciso elegir entre lo minúsculo o lo desmesurado».

Se puede ser Theroux, y ver la enormidad y lo minúsculo, o estar allí, parado, y escribir, otra vez, sobre la inmensidad y la leyenda de la tierra patagónica: lugar común por el que pasó la media humanidad.

Viajar para contar es, sobre todo, eso: ver lo que está, pero que nadie ve.

 

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Clifford Geertz, en El antropólogo como autor, dice que en una narrativa de viaje siempre propone: «Fui aquí, fui allá; vi este fenómeno extraño y aquel otro; me sorprendí, me aburrí, me entusiasmé, me desilusioné; no me podía quedar quieto y una vez, en el Amazonas… Todo esto con el subtexto: ¿no te habría gustado estar allí conmigo? ¿O piensas que podrías hacer lo mismo?».

Una crónica de viajes es, también, una provocación: ¿podrías haber hecho lo que hice, ver lo que vi, volver para contarlo?

Y para los profetas de lo nuevo, los cyberlotodos, los que aseguran que cualquiera munido de celular y su bloggito puede contar el mundo: la crónica de viaje es el ejemplo de que no todos pueden hacerlo.

Donde «hacerlo» quiere decir hacerlo bien.

 

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Viajaron y contaron Marco Polo y Colón, Kerouac y Hudson, Darwin y José Martí, Kapuściński y Stevenson, Rimbaud y Hugo Pratt, que hizo viajar al Corto Maltés, que viajó después con muchos otros. Y, sin embargo, años después de todos esos viajes, tantos viajan aún para contar con la intacta fe de ser primeros.

La diferencia es que ahora, en un planeta conectado a golpes de mouse, en una tierra cubierta y descubierta, viajar para contar es toda una inocencia: una experiencia jurásica. Un anacronismo.

Por eso habría que hacerle honor. Porque no hay muchos, en este mundo impío, que puedan —y quieran— seguir haciendo lo que casi nadie: ejercer lo que ya no se usa, insistir en lo que no es absoluto necesario.

 


Texto originalmente publicado en Travesías Inolvidables (Aguilar- El Mercurio), que reúne las mejores crónicas de viaje de la revista Domingo del diario chileno El Mercurio

Fotografía de cabecera, Bárbara M. Díez