Un río, dos países. Un viaje de casi 900 kilómetros a lo largo de los márgenes del Duero que podría completarse en menos de un día, pero que nos ha llevado tres semanas. ¿Por qué? Porque estos paisajes son para contemplarlos. Sus vinos hay que saborearlos. A sus gentes hay que escucharlas. Y hay que prestar atención también a los silencios.

A lo largo de este recorrido sensorial, a las carreteras les cuesta despegarse de las curvas del río. Sin prisa para llegar, nos hemos dejado llevar por la corriente —aquí y allá también por algun guía turístico—, cruzando pueblos, ciudades, lugares remotos que han sido hogar de poetas y refugio de ermitaños. Y pasamos por esa frontera invisible que el Duero insiste en borrar del mapa, empujados por un torrente de palabras, rostros, paisajes y sabores que difícilmente se pueden resumir en pocas palabras. Pero lo intentamos.

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En la cabecera: El curso del Douro representado en los azulejos de ...


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