Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que fui a Dakar, en compañía de mi madre. La noche anterior no había podido pegar ojo. Estaba ansiosa y emocionada; también tenía un poco de miedo. Miedo a no poder adaptarme, miedo a perderme. Para mí, que entonces tenía once años, Dakar no era una ciudad como las otras a las que ya había ido, siempre acompañada por mi madre. Creía que Dakar ni siquiera se encontraba en Senegal, ni en ninguna otra parte del mundo. Dakar tenía que estar en una región lejana en la que vivían seres extraordinarios, diferentes de los habitantes de mi pueblo. ¿Quizás Dakar estaba en otro planeta? ¡Salía de mi pueblo con mi imaginación vagabunda en bandolera para ir a esa ciudad de la que la gente hablaba con admiración y temor secreto! No debía tener miedo, me decía a mí misma al meterme en la cama la noche anterior, con los dos ojos bien abiertos en la oscuridad profunda de la noche de mi pueblo, pero tenía miedo. Miedo de no saber cómo caminar, cómo resp...


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