Un número especial fruto de la colaboración entre:

 

 

 

Cuando la artista estadounidense Judy Chicago estaba en la universidad, un profesor dijo que las mujeres no habían contribuido de forma significativa a la Historia. Su indignación le sirvió como motor para buscar referentes y constatar que esas mujeres no sólo existieron sino que su legado fue borrado del relato histórico patriarcal. Años después inauguró su instalación más emblemática, The dinner party, una gigantesca mesa triangular que convoca a 39 mujeres esenciales de la Historia: literatas como Virginia Woolf, gobernadoras como Teodora, emperatriz de Bizancio, o activistas por los derechos humanos como Sojourner Truth, afroamericana que luchó por la abolición de la esclavitud y que se preguntó qué es ser mujer.

En la cultura viajera ocurre otro tanto: la educación sexista anima más a los hombres que a las mujeres a viajar, es cierto, pero en todas las épocas ha habido mujeres que han desobedecido el mandato de quedarse en casa, de limitarse al rol de buenas esposas y madres abnegadas. Sin embargo, no han sido reconocidas y recordadas de igual manera que los hombres. Cuando sus compañeros sentimentales eran también compañeros de viaje, ellos eran los célebres y ellas las acompañantes, como en el caso de Marta Gellhorn y Ernest Hemingway.

 

El lenguaje no es inofensivo ni neutro. Cuando decimos «el viajero», nos imaginamos un arquetipo: varón, occidental, blanco, sin discapacidades visibles, presumiblemente heterosexual. Y con unas actitudes determinadas por adjetivos como: aventurero, intrépido, osado, atlético… Esto es, en parte, un reflejo de la realidad, pero también es un imaginario, una narración que se refuerza y que invisibiliza otras realidades, otros cuerpos.

Así, las jóvenes siguen creciendo con menos referentes de viajeras, y con mensajes como el famoso «No vayas sola, te puede pasar algo». Es cierto que puede pasar algo. Es cierto que muchas toparán con el acoso machista e incluso con agresiones sexuales. Y es cierto también porque a un nivel profundo, como dice el filósofo Paul B. Preciado, «el género mismo es la violencia (…) las normas de masculinidad y feminidad, tal y como las conocemos, producen violencia». Así, si ser una mujer libre en una sociedad patriarcal sigue pasando factura, las personas transgénero afrontan también las violencias normalizadas, la precariedad y la patologización con las que se castiga a quienes incumplen esa norma binaria.

Pero las viajeras afirman sin titubeos que compensa. Y que ellas entran en espacios vedados a los hombres y pueden relacionarse con toda la población local, y también que se pueden permitir libertades que a las mujeres locales se les niegan. Frente a ese vago «te puede pasar algo», ellas pueden contar cuáles son los riesgos, cómo se previenen, cuáles son sus herramientas y estrategias para moverse. Y, sobre todo, contagian su entusiasmo a otras mujeres para que viajar no sea un privilegio masculino.

 

Al mismo tiempo, el viaje, entendido a la manera en que lo hacemos en Altaïr Magazine y Píkara, puede ser un espacio de transgresión para modificar imaginarios y subvertir ideologías. Al igual que emigrar —el viaje más importante de todos— viajar ha sido una estrategia para que las personas que se salen de la norma puedan expresarse y respirar fuera de entornos opresivos que niegan sus cuerpos, deseos e identidades. Viajeras lesbianas y/o de aspecto andrógino como Annemarie Schwarzenbach, amparadas en el exotismo de la extranjera, encontraban mayor permisividad social en culturas supuestamente más rígidas respecto a los roles de género que en su propia familia de origen. Como la población autóctona te ve, de todas formas, como una extraterrestre, importa menos cuál es tu estado civil, el largo de tu cabello o si vistes falda o pantalón.

Las autoridades, claro está, no son tan permisivas. Cruzar una frontera no es cosa fácil cuando tu aspecto no coincide con el sexo que afirma tu pasaporte, bien lo saben las personas trans. Y la policía no siempre lleva uniforme: también ejerce como policía de género la encargada de un hotel que se niega a alojar o a ofrecer una habitación con cama doble a una pareja del mismo sexo. Para las personas LGTB, viajar puede ser tomarse un respiro del control social de su entorno o, al contrario, volver al armario para evitar agresiones, o bien las dos cosas al mismo tiempo o a ratos. Las normas que construyen los géneros no siempre nos limitan —hay momentos de ruptura, viajes libres— pero siempre nos condicionan, como recuerda en su obra la teórica Judith Butler.

 

En ese balance del riesgo y el atrevimiento entran en juego los privilegios. Viajar por placer tiene mucho que ver con en qué parte del mundo has nacido, de qué poder adquisitivo dispones, si tu país es de los que vive en guerra o de los que se enriquece con la venta de armas, cuántas semanas de vacaciones pagadas tienes, si tu piel es blanca o de una tonalidad que llamará la atención de la policía de extranjería…

A ese respecto, hablar de la disolución de los géneros como los hemos entendido hasta ahora implica reconocer muchas otras relaciones de poder y privilegio. Siguiendo a la investigadora colombiana Ochy Curiel, hay que ver otras historias de lucha feminista más allá de la occidental blanca y romper con una historia lineal para aterrizar la expresión del género incorporando las variables de clase y raza, por ejemplo.

Esos privilegios también determinarán tu relación con la población local, y a veces las dudas y contradicciones son interesantes: si yo, mujer, me beso con mi novia en Uganda o en Rusia, ¿estoy haciendo activismo o estoy valiéndome de mi privilegio de europea al ejercer un derecho negado para la población LGTB local? Si me pongo a beber cervezas con los hombres del pueblo indio por el que paso como mochilera, ¿qué supone eso para las mujeres del pueblo? ¿Es mi papel intervenir ante una agresión machista que no sorprende a nadie porque se encuentra normalizada? ¿Qué siente una chica indígena casada a los 15 años por acuerdo de sus padres si le cuento que yo decido si me emparejo o no, si tengo hijos o no? ¿En qué lugar me sitúo? ¿En qué lugar la sitúo?

 

Si en la visión clásica, en cierto modo, viajar es plantar banderas más alto que tu competidor mientras te atusas el mostacho… ¿existe una forma femenina de viajar? Siguiendo con la propuesta de los feminismos latinoamericanos, tal vez no se trata de feminizar la cultura viajera, sino de despatriarcalizarla. Despojarla de estereotipos, nutrirla con narrativas distintas a la que se nos ha vendido como heroica. La montañera y escritora Eider Elizegi nos lo explica así: «Ahora que lo pienso… puede que en la manera lenta e improvisada de viajar, como permitiendo que el viaje se teja a sí mismo sin dirigirlo demasiado, haya una actitud que tenga que ver con el género, y que huye del viaje como conquista, como marca de “aquí he estado yo”, como consumo capitalista de destinos y lugares y monumentos y… personas».

Se trata, más que de genitales, de actitudes. Algunas espontáneas, otras reflexionadas o aprendidas: observar cómo me relaciono con las ciudades, con las montañas, con las fronteras, y sobre todo, lo más importante, con los otros seres humanos que me encuentro cuando viajo. Observar qué riesgos y qué ventajas entraña cómo el otro y la otra leen mi cuerpo, cómo me perciben. Observar cuál es mi mirada, cuál es el diálogo que establezco con cada lugar y con sus gentes, y qué poso queda en mí cuando parto, si es que tiene que quedar alguno.

Para volver de los viajes, como nos enseñan varios de los textos de este 360˚, con más preguntas que certezas. Habiéndonos puesto en duda. Dejando que se diluyan las categorías o redefiniéndolas. Aprovechando —también para nuestros géneros— la novedad llena de posibilidades que sentimos al contemplar un paisaje nuevo y una ciudad extranjera. Conscientes, en palabras de Preciado, de que «de la nación, como del género, hay que empezar por dimitir» y que esa renuncia, esa posibilidad del experimento, nos ayudará a «proponer otros mapas» y llenar nuestras maletas con «ficciones que nos permitan fabricar la libertad».

 

JUNE FERNÁNDEZ,

DIRECTORA DE PÍKARA MAGAZINE

PERE ORTÍN,

DIRECTOR DE ALTAÏR MAGAZINE

 


LOS COLLAGES QUE ILUSTRAN ESTE NÚMERO HAN SIDO REALIZADOS POR BÁRBARA M. DÍEZ Y MARIO TRIGO