Si Johannes Gutenberg hubiera viajado a Corea en el siglo XV siguiendo la Ruta de la Seda —como hizo Marco Polo a principios del siglo anterior— tal vez hubiera descubierto que lo que él entendía como el futuro era en realidad una versión del pasado. En julio de 1377 dos artesanos llamados Seokcan y Daldam imprimieron con tipos móviles metálicos el Jikji, la obra en que su maestro, Beagun Hawsang, resumía las enseñanzas del budismo zen. Ochenta años antes de que Gutenberg imprimiera su Biblia.

La cultura coreana tradicional fue una y poderosa, pese a las periódicas invasiones chinas y japonesas, hasta que se escindió en el ecuador del siglo XX en realidades simultáneas, aparentemente contrarias, pero igualmente dictatoriales. Porque mientras en el norte y bajo el control de Kim Il-Sung, la República Popular Democrática de Corea era una dictadura del proletariado que —como todas— tenía un único gran líder; en el sur la República de Corea también era dirigida por personajes turbios, conservadores y neoliberales, como el presidente Syngam Rhee y el general Park Chung-hee.

Pero mientras el norte se hundía en la pobreza, el sur protagonizaba un milagro económico sin precedentes y, en una generación, saltaba del tercer al primer mundo. Esa transición acelerada ha sido traumática. Tal vez el día del año que con más intensidad reaviva el trauma sea el del examen de ingreso a la universidad, el famoso Suneung, que se ha convertido en un salvaje rito de paso para los adolescentes coreanos. Los padres, que recuerdan el hambre de sus infancias, depositan todas sus esperanzas y demasiada presión sobre los cerebros de sus hijos. Después de meses estudiando hasta trece horas al día, con una narcótica carencia de sueño, los chicos y las chicas se lo juegan todo en ocho horas de pruebas. Un diez por ciento de los coreanos confiesan haber considerado el suicidio durante su juventud. Y casi diez de cada cien mil lo llevaron a cabo.

La mayoría de los cincuenta millones de habitantes de Corea del Sur, la mitad de los cuales viven en Seúl y su área metropolitana, son supervivientes de la guerra, de la pobreza, de las dictaduras, de las presiones, en una rara y vital y todavía joven democracia. Falta mucho tiempo para que sepamos si los veinticinco millones que habitan actualmente Corea del Norte también sobrevivieron.

¿Puede el realismo representar nuestra época? 

Si tuviera que decidir un canon de la novela del siglo XXI con solamente diez títulos, uno de ellos sería La vegetariana. La hipnótica historia de una mujer que, tras tomar la decisión de no comer carne, irá renunciando progresivamente a su humanidad, hasta identificarse con los árboles, no sólo aborda uno de los grandes temas de nuestra época, el de la empatía con el resto de seres vivos y en particular con el reino vegetal, sino que lo hace con una gran sensibilidad por el arte contemporáneo, tomando las decisiones narrativas más adecuadas para dar cuenta del drama inexplicable de la protagonista. La primera parte está contada desde los ojos del marido, que no la quiere; la segunda, desde los del cuñado, que extrañamente la desea artística y sexualmente; y la última, desde los de la hermana, que no sabe qué hacer con ella. Así, la vegetariana permanece en centro de la novela como su núcleo oscuro, su misterio fascinante, que jamás se resolverá: «le pareció que era un ser sagrado, un ser del que no se podía decir ni que fuera humano ni animal, o quizá un ser que estaba entre la vegetalidad, la humanidad y la animalidad».

La semilla de la novela fue un relato: «En El fruto de mi mujer, de 1997, escribí una primera versión de lo que después sería la primera parte de La vegetariana». El cuento —que se puede leer en la web de la revista Granta— narra la historia de un hombre que llega de un viaje de negocios y se encuentra a su esposa en pleno proceso de transformación vegetal; la ayuda; la apoya en su despedida de la especie humana: «fue el resultado de una visión, se me apareció de pronto la imagen de una mujer que se transformaba en árbol, aunque tiene momentos de luz, es un cuento profundamente triste».

Parece una versión contemporánea de la historia de Apolo y Dafne: «No pensé en ello hasta que, tras publicar La vegetariana en otros países, se empezó a hablar de la influencia de Ovidio y de Kafka en mi obra, yo los leí a ambos en la adolescencia, supongo que están dentro de mí». Es muy curioso —me cuenta— cómo en cada cultura se han proyectado referentes distintos sobre la novela y le han preguntado por temas también diferentes: los periodistas y los lectores de Italia se interesaron sobre todo por Ovidio y por la dificultad de la comunicación; los de Alemania, por Kafka, por el sentido de lo humano y la violencia; en el mundo anglosajón, en cambio, la obsesión era el feminismo; en Argentina y en España, el martirio y el sacrificio. «Entonces tengo que preguntarte por Borges», la interrumpo. «Me encanta Borges», me responde, «es uno de mis autores favoritos, una de mis lecturas fundamentales».

Entre el cuento y la novela hay un doble giro —le digo—: desaparece el amor del marido y la historia abandona la fantasía y se vuelve realista. «Creo que el género es muy importante para entender esas cuestiones, esas decisiones: la poesía es muy personal, está íntimamente condicionada por el lenguaje; el cuento también lo es, pero no tanto, y es más visual; pero la novela es para mí el género más importante, porque me permite plantearme las preguntas elementales». Durante la escritura de La vegetariana llegó a una cuestión que no estaba en El fruto de mi mujer: el sentido de la humanidad, aunque «desde niña me pregunto qué es un ser humano, porque para mí no es algo natural, me ha costado aceptar que pertenezco a la especie humana, que pertenezco al mismo tipo de animal que construyó Auschwitz o que perpetró la masacre de Gwangju». Su intención era insistir en que la decisión que toma la protagonista, la de dejar ser humana, no es comprendida por nadie; pero que ella no va a renunciar a su determinación: «Y la verdad es que no creo que yo escogiera el realismo ni que La vegetariana sea una novela exactamente realista».

¿Es esta crónica realista solamente en sus fragmentos entre signos de interrogación?

En la librería Book by Book te regalan un café americano si escribes en una de las grandes tarjetas disponibles una reseña de un libro que te haya gustado. Ese trueque de genética ancestral contrasta con la oficina bancaria que ocupa el 50% del local.

Alrededor de la barra del café Conma, en los mismos alrededores del Ayuntamiento, se expande hasta el techo una gigantesca estantería llena de libros, que se refleja en el escaparate de enfrente, donde un exhibidor muestra una colección de poemarios, un pantone de portadas. Una chica con vestido de colegiala me saluda mientras hojea uno de ellos: por un momento pienso que es una estudiante, pero lleva su nombre en una chapa en el pecho, es una de las dependientas de la tienda de ropa en cuyo interior se ubica la librería café —sus compañeras llevan el mismo uniforme escolar—.

En lo alto del Lotte Castle Deoksugung, mi último día en Seúl, me despertaré frente a una ciudad irreconocible. El anfiteatro del colegio femenino, las antenas parabólicas de la embajada rusa y las pantallas de los rascacielos estarán a punto de desaparecer bajo gruesas capas de blanco. Aunque no sea común la nieve en noviembre, de camino al aeropuerto comprobaré que la maquinaria municipal se habrá puesto en marcha desde temprano: los conserjes despejarán las vías de acceso a los complejos de apartamentos y las excavadoras apartarán el hielo de los sucesivos carriles por donde atravesamos la megalópolis y llegaremos a Incheon. No me sorprenderá que, tras realizar los trámites de facturación y seguridad, acabe desayunando en un precioso café librería que comparte espacio con los mostradores de devolución de impuestos. Sky Book Cafe versus Tax Refund: y en el centro un robot blanco que se desliza sobre ruedas, con dos corazones rosas en vez de ojos y un mensaje en la pantalla: «I love you».

Todas las crisis de las librerías se parecen, pero cada ciudad se enfrenta a la suya de su propia manera. Seúl se ha impuesto la hibridación inesperada: librería y pósters en un centro comercial hecho con contenedores de barcos; librería y sucursal bancaria; librería y tienda de ropa; librería y aeropuerto. Cuatro respuestas a la misma pregunta, en una ciudad que parece encontrarse en la próxima década de la humanidad.

¿Cómo garantizarán su supervivencia las librerías del futuro?

Andrés Felipe Solano —escritor colombiano que lleva diez años explorando sistemáticamente Seúl— me regala el último número de la revista del Instituto de Traducción de Literatura de Corea, donde trabaja codo con codo con los traductores del español al coreano. En el editorial queda claro que el prestigioso Premio Man Booker de La vegetariana Han Kang es un parteaguas en la historia de la literatura del país. Aquí no hay consenso sobre que sea una obra maestra, pero por sus versiones en las lenguas más importantes del mundo sí ha sido reconocida como una ficción importante. La publicación también deja claro que para Corea del Sur el inglés es un idioma tan decisivo como el chino y el japonés.

La misma certeza se repite en los cinco pisos de Still Books, la librería más exquisita y postmoderna de la capital, en cuya planta baja se exponen en estos momentos todos los números, en coreano y en inglés, de la revista Brand; y en cuyo último piso puedes degustar los mejores whiskies japoneses. Caminando entre mesas temáticas, donde los libros conviven con objetos de diseño; avanzando o retrocediendo por las escaleras y los suelos de parqué marrón templado, con exposiciones minúsculas de cartografía, ilustración y fotografía en las intersecciones, constatas que el centro de gravedad de la librería es Seúl, que alrededor de ese protagonista se despliega la cultura coreana y su idioma; pero que la anglosajona, la china y la japonesa son las tres periferias que más interesan tanto a los libreros como a sus clientes. Sus lectores.

Me compro el número que Brand dedica a Tsutaya, la cadena de librerías que se define como la principal «plataforma japonesa de la cultura pop». Como Amazon o FNAC, nació con el libro en primer plano, pero a diferencia de esas empresas no lo ha acabado relegando: en las secciones de televisores o de computadoras, según leo, te encuentras miles de libros sobre tecnología; y en la de accesorios de cocina, bibliografía gastronómica. Cada año se abren decenas de nuevas franquicias, pero toda la estructura crece sobre una base libresca. Incluso la arquitectura más icónica, como la de la sede de T-Site (obra de Klein Dytham Architecture), se supedita a ese icono, ese símbolo, esa unidad mínima de significado de la cultura de los últimos siglos y quién sabe si también de los futuros: el libro.

El proyecto gemelo de Tsutaya en Corea podría ser la cadena de librerías Kyobo, que nació en los años 80 como una apuesta por la industria cultural de la empresa de seguros del mismo nombre. «Las personas crean libros, los libros crean personas», reza, en grandes letras, la pared de una de sus sucursales. Aunque los interiores de sus diez sedes encontremos miles de libros y miles de objetos para regalar, dispuestos en decenas de secciones temáticas, su espacio más emblemático es la biblioteca. Grandes mesas de madera que a las nueve y media de la mañana ya están llenas de lectores de diarios y de estudiantes de todas las edades inclinados sobre sus libros abiertos. En el centro de T-Site de Tsutaya también se encuentra una, la Anjin Library, con ciento veinte asientos y una impresionante colección de revistas. Al fin y al cabo, la vía que atraviesa los tres edificios de la librería se llama Magazine Street.

En Still Books venden tanto la guía de las librerías de Seúl, en la versión original en coreano y en su traducción al japonés, como tres guías de librerías japonesas con los títulos en inglés: New Standard of Japanese Bookstores, Tokyo Bookstore Guide y Tokyo Book Scene. Miro las fotos con atención de los cuatro volúmenes: es indudable el parecido de las librerías de Tokio con las de Seúl que he visitado durante los últimos días. Anoto los nombres de algunas japonesas que en un futuro próximo incorporaré sin duda a mi colección: Isseido, Beyer, Shibuya Publishers and Booksellers, Los Papelotes, Orion Papyrus, Sunday Issue, Book and Bed, Sanyono Book Store, Kitazawa, Books and Sons. En el prólogo de cada viaje siempre hay uno o varios libros. Y una lista.

Incluso Bunkitsu, la librería de Tokio que abrió sus puertas hace unos meses y se ha convertido en la primera de la historia que cobra entrada desde su inauguración, tiene en Seúl una inesperada alma gemela. Porque esa exhaustiva colección de revistas y libros de arte, arquitectura y diseño, que comparte metros cuadrados con mesas para trabajar en grupos y otras de lectura individual (inspiradas sin duda en las de la Biblioteca Pública de Nueva York o en la Nacional de Buenos Aires, con sus conocidas lámparas verdes), no se parece tanto a Index como a la Design Library de Hyundai Card. En efecto: no tanto a una librería como a una biblioteca. Una de las cuatro innovadoras y pequeñas bibliotecas temáticas (junto con la Cooking, Travel y Music) que la compañía ha integrado en barrios distintos de Seúl para que las disfruten sus clientes, poniendo en jaque la idea de que la biblioteca del futuro solamente puede ser enorme y multidisciplinar.

Seúl y Tokio se miran la una en la otra a través del espejo del Mar de Japón. La historia de violencia entre ambos países pesa, los abusos que Japón cometió en el pasado siguen latiendo y sangrando, pero las librerías parecen —al menos en esas fotos, en esas ilustraciones, en esos mapas— lugares de encuentro, zonas de paz.

¿Dónde acaba la crónica y comienza el ensayo? ¿Dónde acaban la crónica que ensaya o el ensayo que narra y empieza la ficción?

La imagen de la metamorfosis de la protagonista en El fruto de mi mujer era tan potente que Han Kang quería seguir trabajando en ella, pero no estaba preparada para ese proyecto y otro se le cruzó en el camino: el de su segunda novela, que se podría traducir como Tienes las manos heladas. Solamente entonces se enfrentó a la escritura de la tercera, La vegetariana, la historia que la volvería conocida en todo el mundo. La publicó en 2007 y el premio le fue otorgado por la traducción al inglés, en 2016: «Fue raro tener que hablar otra vez de ella, porque yo ya me había desconectado de aquel libro, pero sin duda acabé volviendo a pensar mucho en él, por los diálogos con los traductores, con los editores o con los periodistas, de los que aprendí mucho».

En estos momentos se expone en el Museo Nacional de Arte Moderno y Contemporáneo de Corea la obra que Yun Hyong-Keun dedicó al recuerdo de la matanza de Gwangju —en que más de mil ciudadanos murieron a manos del ejército del dictador Park Chung-hee—, unos lienzos en que se fracturan con grietas blancas grandes bloques oscuros. Esa masacre es el centro de Actos humanos, la cuarta novela de Han Kang y la segunda que Summe Yoon traduce al español: «Desde mi punto de vista las dos novelas están muy conectadas, aunque sean muy diferentes, porque en ambas el tema de la violencia es central; pero sin duda Actos humanos es una novela más personal, la más personal que he escrito».

Le comento que, por su estructura compleja, durante su lectura pensé en Shoah de Claude Lanzmann y en una película que es de algún modo su heredera, S-21, la máquina de matar de los jemeres rojos, de Rithy Panh, junto con los grandes escritores sobre la memoria del genocidio, como Paul Celan: «Me interesa mucho La tabla periódica, de Primo Levi, y el resto de sus libros, que demuestran que es posible escribir sobre Auschwitz, también he leído a Celan, un escritor extraordinario, pero la lectura esencial para Actos humanos fue un libro coreano, el de los testimonios de los supervivientes de Gwangju, lo leí durante un mes entero, en sesiones de nueve horas al día, lloré en cada página, pero antes de esa experiencia estaba perdida, no sabía cómo enfrentarme a mi novela, y después de un mes de lectura y llanto, se me reveló la estructura y pude comenzar a escribir».

Los libros escritos en la lengua materna y las traducciones tienen ritmos divergentes. Mientras presentaba esas novelas en varios países, aquí realizaba performances relacionadas con su último título, El libro blanco, donde a través de fragmentos que participan de la poesía, de la narrativa y del ensayo, habla sobre su hermana, que murió a las pocas horas de su nacimiento. De las cuatro performances que realizó en 2016 surgió un vídeo de 18 minutos en que intervienen otros performers: «aunque son independientes del libro, tienen una relación metafórica muy clara, intento entender los mecanismos del duelo».

¿Serán todas estas nuevas librerías y bibliotecas de Seúl un síntoma, una reacción, una forma de duelo?

Antes de despedirnos, le pregunto a Han Kang por sus librerías favoritas: «Me encanta visitar las pequeñas librerías de esta ciudad, como esta misma, Goyo, como Thanksbooks, como Wit-and-cynical, que está especializada en poesía, o como The Book Society».

Y allí me dirijo. Fue inaugurada por Helen Ku y Lim Kyung Yong en el barrio de Sangsu-dong en 2010, tras dos años de experiencia editorial con el proyecto de libros de arte Mediabus, y ahora se encuentran en un primer piso con atmósfera de galería de arte, encima de un garaje de Jongno-gu. «Desde la inauguración», me cuenta él, «nos hemos focalizado en la organización de eventos que creen comunidad, conciertos, intervenciones artísticas, presentaciones, tertulias».

Fue aquí, me cuenta la escritora española Lourdes Iglesias, donde ella y su marido, Bartomeu Marí —que ha dirigido el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Corea durante los tres últimos años— entraron en contacto con la escena local. «Queremos encontrar puentes», prosigue Lim Kyung Yong, «entre el mundo de lo impreso, de los artefactos, y el de las redes, digitales y humanas, por eso estamos traduciendo y divulgando los últimos textos importantes de teoría crítica del inglés al coreano».

En un pasaje muy cercano está Irasun, que se define con dos palabras clave: «Photobook and Booktalk». En efecto, en su cálido interior se exponen libros de fotografía de las mejores editoriales de todo el mundo y media docena de personas leen o conversan en voz baja.

Esas pequeñas librerías no son fáciles de encontrar. Como muchas otras de Seúl, están en callejones, en vías laterales, o no se encuentran a ras de suelo, porque no pueden pagar los alquileres que sí se pueden permitir las omnipresentes tiendas de cosmética o de tecnología.

A Alibaba, una librería de libros de segunda mano muy cerca de la Kyobo de Ganman, con estética de búnker postapocalíptico, se accede directamente desde el ascensor que desciende a los sótanos de un edificio comercial. Y, frente a él, hay grandes mesas donde los lectores consultan libros o toman notas. El auténtico Ganman Style es underground.

¿Dónde acaba una respuesta y comienza la siguiente pregunta? ¿Qué frontera une y separa cada viaje? ¿No es todo texto una superposición de estratos, una sucesión de preguntas y respuestas?

El editor Seunghwan Lee —discurso profesional, cara de adolescente— me cuenta que en el mercado coreano «las ventas están, aproximadamente, en el 80% para el papel y el 20% para el digital, pero hay libros que se publican exclusivamente en papel, porque al lector coreano le gusta su tacto y su olor». Por eso el común denominador de todas las librerías que he visitado durante estos días es el exquisito diseño de la portada y del interior de los libros.

En esta ciudad contaminada, por la que tanta gente transita con mascarilla, son totalmente necesarios los caminos y los parques que no dejan de construirse. Por la misma razón, en esta ciudad pixelada, con tantos edificios con pantallas gigantes y con diez millones de teléfonos móviles en perpetuo movimiento, tiene todo el sentido que se multipliquen las librerías y los anfiteatros de la lectura. Pero todos esos lectores son una minoría: Corea del Sur no es sólo el país con más internautas del mundo, también es el país con el índice de lectura más bajo del planeta. Mientras que los indios leen una media de diez horas a la semana, y los españoles casi seis, los coreanos no pasan de tres.

Todas esas novedosas bibliotecas y librerías híbridas que se han abierto en Seúl en los últimos años tal vez sean una moda o una tendencia con fecha de caducidad. O quizá se deban al proyecto de convertir Corea del Sur en un país turístico. Pero se pueden interpretar también como una rectificación.

El milagro económico convirtió en dos décadas un país pobre en un país muy rico; una economía sin tejido empresarial, en una economía puntera en tecnología, en cosmética, en automoción; unos colegios y universidades anticuados en un sistema educativo tan exitoso como peligrosamente competitivo. El futuro llegó tan rápido que ignoró la ausencia de pasado. En todo el mundo las colecciones de libros, públicas y privadas, edificaron la estructura física y mental, crítica y democrática, que después se fue pixelando poco a poco. Aquí está ocurriendo a la inversa. En verdad no he viajado al futuro, sino al pasado que debió precederle y que Corea del Sur está construyendo ahora. O inventándolo.

Norte Sur Este Oeste: sin hacer distinción
El blanco cubre el mundo por igual
no se puede contener la nevasca.

Kim Kwang – Kyu
(traducción de Irina Díez)

 

Fotografías de Jorge Carrión

Esta es la segunda y última parte del texto. Puedes leer la primera aquí.